jueves, 30 de octubre de 2008

Abrázame


A penas un segundo entre mis labios y luego desapareció. Iba a decirte tantas cosas... pero cuando vi tus ojos me callé, no era momento de discursos, estaba allí sólo para ti, sólo por ti y nada de lo que pudiéramos decir en aquel momento serviría de mucho. Tú y yo, abrazados, tan cerca que no alcanzo a recordar otro momento en el que hubiéramos estado tan unidos. Casi no podía verte de lo cerca que te tenía, casi no podía respirar de lo fuerte que nos apretábamos, del ímpetu con el que nos amábamos mientras acechaba la muerte.

martes, 21 de octubre de 2008

Dulce café sin azúcar


Había pedido la tarde libre en la biblioteca.

Incliné el espejo hacia delante para poder verme de cuerpo entero. La esfera plateada del collar que había colgado en una de sus esquinas penduleó como una plomada indicando la perfecta verticalidad. Me miré los zapatos. Respiré hondo, metí las llaves en el bolso y cogí el paraguas.

Mientras bajaba la escalera, el eco del taconeo se mezclaba con las vibraciones de vidrio y aluminio que producía el viento de la calle en el portal. Miré el reloj, no solía llevarlo así que tenía en la muñeca la sensación de que un cuerpo extraño la apresaba, un último vistazo en el espejo que hay junto a los buzones, qué poco me iba a durar el pelo liso…

Al abrir la puerta noté el frío y mi cuerpo decidió que cuanto más rápido caminase, menos posibilidades de congelación tendría, así que abrí el paraguas confiando en que no se diera la vuelta y resistiera el trayecto sin romperse.

Llegué a la cafetería quince minutos antes, pedí un café con leche fría al camarero mientras me quitaba el abrigo y la bufanda. El cuello vuelto me picaba, notaba un calor horrible allí dentro, seguro que tenía la cara roja así que entré al baño para refrescarme. Los primeros bucles habían hecho aparición en mi peinado y tenía los zapatos empapados. Suspiré, forcé una sonrisa mientras erguía la cabeza y regresé a la mesa.

Me tomé el café sin ganas y sin azúcar. El reloj me estaba torturando, era de esos sin hebilla, con cierre metálico. No podía dejar de rascarme la muñeca y el picor en el cuello no cesaba. Seguía sudando así que pedí un vaso de agua.

A las cinco de la tarde ya me había comido el carmín, media manicura y tenía sobre la mesa dos cafés, dos vasos de agua, cinco colillas en el cenicero y un reloj con la correa rota. Había ido tres veces al baño, llamado a siete personas y sólo me quedaba algo por hacer. Irme.

Me acerqué a la barra para pagar y no pude evitarlo, le pregunté al camarero si le había pasado algo a la chica que trabajaba en el turno de tarde. Me dijo que había estado por la mañana, que esa tarde tenía que ir a hacer no sé qué a la biblioteca.

jueves, 16 de octubre de 2008

Mensaje de texto guardado


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04:05:50
12/07/2008

Ya q carezco d papl y boli,no m qda otro rmdio q usar l mov.No es1buena noxe,insomnio,calor,silencio y soledad d la q duele +q ninguna xq oy no duermo solo.M veo n1 cama extraña,ls pareds sm caen ncima,los muebls m atosigan e invadn y sus manos ni se acercan y si lo intntan s xq m notan rsoplar.Yo le ignoro cn la speranza dq vuelva a la carga sta vz con bsos,kricias y palabras.Q se d cuenta q lloro n silncio.Qm dsee y m busq.Q dje d ronkr al-.Sta noxe no ay luna,o xlo- dsd st cubiculohelado,niel niyo la vems.

viernes, 10 de octubre de 2008

La fuente de los secretos

Dedicado a Sils.


Érase una vez un pueblo perdido en la montaña donde nunca pasaba nada.

Bueno, nunca, es decir demasiado.

Resulta que el pueblo había sido construido sobre las raíces de un tejo milenario, que crecía junto a una enorme roca, de cuyas grietas manaba una fuente. Aquella fuente era la culpable de que unos día al año, en aquel rincón que coronaba los montes de la comarca, ocurriesen sucesos increíbles.

Contaban las ancianas que aquella fuente escuchaba los secretos, ocultaba a los pecadores y saciaba la sed de los curiosos.
Pero aquel fenómeno sólo ocurría cuando estaban a punto de caer las lágrimas de San Lorenzo.

En esos días, el pueblo se llenaba de peregrinos que querían deshacerse de los secretos que los atormentaban por dentro, otros buscaban respuestas, algunos, bebían de sus aguas con la esperanza de que sus deseos se realizaran.

Como el pueblo era pequeño, los lugareños albergaban aquellos días a cuantos visitantes pudieran, llenaban las camas con dos o tres personas, extendían colchones de lana en los desvanes e incluso junto a las cuadras. La hospitalidad era tal, que los manjares nunca faltaban y cada anfitrión competía por tener a sus huéspedes mejor alimentados que los demás. A cambio, lo que recibían eran los días menos solitarios del año.

Pero pasó el tiempo y la gente que allí acudía se olvidó de la magia para limitarse a pasar unos días retirados del mundanal ruido. Disfrutaban de los paisajes, los paseos y las historias que las ancianas que los acogían contaban una y otra vez. Ya nadie creía en aquellos misterios. Nadie iba a la fuente nada más que para coger agua fresca.

Nadie, salvo cuatro mujeres. Año tras año subían a aquel pueblo y se sentaban juntas en la fuente horas y horas. En el pueblo las conocían como Las Maésulas. No dormían en la misma casa, pero cada tarde se encaminaban juntas hacia la fuente. Allí se sentaban en círculo y comenzaban a hablar en un lenguaje que nadie entendía. Sus murmullos se mezclaban con los del fluir del agua y aquella melodía era tan maravillosa que poco a poco algunos se unieron a ellas:

Un ermitaño que casi parecía un guerrero vikingo. Siempre estaba fumando, en silencio, escuchaba todo lo que allí se contaba y sólo de vez en cuando les regalaba una sabia frase escondida bajo un halo de humor negro, como el humo que salía de sus labios tras cada calada.

Un hombre ilustrado, que hacía suya la frase "Mens sana in corpore sano". Llevaba sus libros de acá para allá y les explicaba los misterios que encerraban las palabras y les aconsejaba que una buena carrera matutina les despejaría la mente.

Dos hermanos, iguales como gotas de agua salvo por un detalle: no se parecían en nada. El uno dedicaba su vida a los placeres del mundo, organizaba rutas de desenfreno donde todos acababan ebrios. Su mayor aspiración era surcar los cielos y excitar a las masas. El otro, más recatado en las formas, soñaba con la justicia tanto y tan rápido, que cambió los libros por las armas para defender aquello en lo que creía. Aunque lo que realmente le hacía feliz, era un grupo de pupilos a los que enseñaba que la vida no es un juego y, si lo era, había que saber jugarlo.

Un hombre que parecía una gárgola, no sabías si daba risa o miedo, si bromeaba o hablaba en serio y si se mezclaba con el alcohol era una bomba. Pero llenaba de momentos irrepetibles aquellas noches y encerraba un interior regio bajo aquella apariencia raquítica pues, además de ser pequeño, más pequeña parecía llevar la ropa.

Además, a veces, se les unían también un niño en busca de la verdad, que no sabía estar callado; el hermano pequeño del hombre ilustrado, al que siempre acompañaba una sombra fraternal; una mujer a la que le perdía la curiosidad y le rodeaba la suerte; y un genio loco lleno de teorías y experimentos sorprendentes.



Una noche, la última de aquel año, el agua les contó un secreto terrible: se acercaba el fin de aquel lugar, el tiempo separaría el grupo, luego secaría la fuente y por último mataría al árbol, quedando todo sepultado en el olvido absoluto.

La primera en caer fue una de las mujeres, Évela, llevándose consigo a los mellizos y la mujer afortunada. El ermitaño y el hombre ilustrado también dejaron de ir a la fuente, aunque alguna vez se les vio por el pueblo como tantos otros que llegaban para descansar unos días. El niño, el hombre gárgola y el genio loco siguieron yendo unos años más, pero acabaron sucumbiendo.

Silene y Alíope temían que Mirkina pronto abandonase. Quizá ellas acabarían también como los demás, así que ambas decidieron aliarse para combatir al olvido que amenazaba aquel lugar. Tenían que escribir la historia para que nunca se olvidara, pero sabían que aquella fuente escondía muchos secretos, demasiados, siglos de secretos que si fuesen revelados, sumirían a la humanidad en el caos que provocan la desconfianza, el temor y la ira.

Se hicieron dos manuscritos. En uno de ellos se contaba la historia tal cual había sido, todos los secretos, los nombres, los actos, toda la verdad. En el otro, se contaba la misma historia, pero nada de lo que allí se podía leer era cierto. Ambos manuscritos fueron custodiados por Silene y solo Alíope sabía dónde se encontraban.

Lo que en aquellos encuentros sucedía solo lo sabe la fuente, la luna y uno de los manuscritos que aquellas mujeres decidieron escribir para que el tiempo no arrebatara totalmente la magia de aquel lugar.


<<Últimas noticias: Un grupo de biólogos, técnicos medioambientales y espeleólogos encuentran manuscritos, aun por datar, en la sierra de Los Ancares. La noticia se produce cuando los expertos mencionados se encontraban en esta zona para investigar la enfermedad que padece uno de los Tejos más longevos del mundo. Al parecer, el árbol sufre un extraño mal que podría estar relacionado con la sequía que produjo en la zona la explotación de un acuífero que se hallaba bajo sus propias raíces. Los primeros datos que se han hecho públicos confirman que se trata de dos textos cifrados; por lo que aún no se conoce su transcripción. Algunos criptógrafos aventuran que podría tratarse de los originales que dieron lugar a las leyendas de Silene y Alíope, apologistas del secretismo y la ocultación, según la tradición oral de la zona y, descubrirían la verdadera naturaleza humana.>>

Los días iguales


A Delfinita.

Sentada en el mismo sofá donde hizo reír a tantas generaciones, las horas son iguales para ella, los días son siempre el mismo día. Las caras son las mismas, el tiempo no pasa. Yo sigo siendo la niña de 16 años a la que daba los cinco duros que sobraban del pan. A veces soy su nieta, a veces soy su hija, a veces soy su madre, otras, no soy.

La despierto cada mañana y, que horror ese segundo en el que entro a la habitación cantando una de sus coplas mientras subo la persiana, ese segundo en el que deseo tanto que siga respirando como temo que no lo haga, y con sus ojitos escondidos bajo la piel descolgada, me mira sin saber a penas donde está; le doy un beso y le digo “Despierta rubita, que ya es hora”.

A pasitos cortos e inestables va llegando al baño, la aseo, la visto, y le cuento el día, como si se fuera a enterar: “¡Hace un día más bueno…! Y eso que ya estamos acabando el verano, ¿sabes de qué año? de 2008. Hala, vamos a desayunar que después voy a hacer la compra. ¿Te apetece pollo?” Y mientras le sirvo el café con leche ella pregunta “¿Estamos solitas? ¿Y mamá?”. “Mamá fue a trabajar y esta tarde las que vamos a trabajar somos nosotras ¿vale? que tenemos que hacer salsa de tomate”. “Bueno, trabaja tú y yo te miro” Me contesta riéndose.

Y así con la charla ya la tengo lista y la siento en el sofá para que lea un rato. La misma revista todos los días, los mismos titulares grandes, las mismas incoherencias. Otras veces dormita, otras se levanta para ver pasar el Valcarce por la ventana. Aunque su juego favorito es separar alubias de garbanzos que tenemos mezclados en una cesta, se pasa horas la mar de entretenida, “¡Quiero trabajar!” me dice y yo cojo, se lo mezclo otra vez y vuelta a empezar.

Imagino que las noches son lo peor para ella, cuando su cerebro quizá recobre la lucidez por instantes, o la pierda más, ya no sé. Pregunta por el abuelo, o no sabe ni dónde está. Pasea y pasea al baño una y otra vez, a veces solo para sentarse, igual es que se le olvida para qué se levantó…

Pero su sonrisa y su cariño son perennes, no te niega un beso, ni un chiste, ni una canción:

“Que triste es la vida tan lejos de ti, sabiendo de cierto que es de otra el amor”

“Amor con amor se paga y tu lo verás, tus besos y tus caricias me harán olvidar”

“Me quisiste, me olvidaste, me volviste a querer, zapato que yo me quito, no me lo vuelvo a poner”

viernes, 3 de octubre de 2008

Horas desesperadas



Desespero aquí sentada, esperando nada, dejando que pasen los segundos en un reloj que se para si no le doy cuerda cada noche. Si salgo me visto para ti, me peino para ti, camino para ti. Pero nunca estás. No estás porque te olvidaste el corazón en aquellos besos, en las prisas, los rincones húmedos y las palabras sinceras. Y a penas un segundo aguantando la mirada, vigilarnos en la distancia… Darle cuerda al reloj cada noche para que siga marcando las horas, para seguir desesperándome.

Tómate todos los cafés por mí, sin mí. Recorre aquellos rincones, los de piedra y los de piel, los de hierba, los de papel. Túmbate sobre el cemento, sin mi regazo de almohada, sin mis labios. Sin ti nada es lo mismo, no tengo vida que vivir estos días, todos iguales, ni tengo tardes que compartir, ni nada por lo que luchar. Me robaste el ánimo, ya solo me quedan veladas de butaca y persiana bajada, de hastío tras los cristales. Con qué cara voy a los bares, a todos aquellos lugares llenos de recuerdos. No, sola no, aun no tengo valor. Mientras tanto desespero aquí sentada.