Chispitas de lucidez. Gotitas de placer que resbalan por mi piel. La luna me guiña un ojo. El cielo no quiere llorar. La mañana me espera ansiosa. La noche me arropa entre sueños. Y las sábanas... las sábanas son una masacre!! ¿A qué jugaremos la próxima vez?
–¡Pero qué estas haciendo! –gritó la madre–. ¡Suelta a tu hermana ahora mismo!
–¡Ha cogido mi perro! –la muchacha la miró enfurecida–. ¡Le va a arrancar las orejas!
–¿Pero te estás oyendo? –dijo cogiendo en brazos a la pequeña que lloraba desconsoladamente–. ¡No ves que es una niña! No se te ocurra ponerle una mano encima nunca más...
–¡Pues que no se acerque a mis muñecos! –Miró al perro con tristeza y lo estrechó–. Pobrecito... ¡Mira! Ya está medio descosida –dijo mostrándole la oreja del peluche a su madre–. ¡Es mío!
–¿Te parece normal este comportamiento? Es un muñeco y tú ya no juegas con él. Sólo coge polvo en el estante junto con los otros trescientos. Deja jugar a tu hermana. –La madre cogió el perro de peluche–. Ahora le toca a ella disfrutarlo.
–¡Ni de coña! –gritó la muchacha fuera de sí–. ¡Es mi perro! ¡Es mío! –forcejeaba con su madre– ¡No lo toquéis!
El bracito del muñeco cedió y un silencio incómodo invadió la sala de estar. La madre dejó caer el muñeco al suelo y se fue con la pequeña, que chupaba entretenida un mechón de pelo como si todo aquello no fuera con ella. La muchacha ya no pudo aguantar el llanto y no dejó de llorar en todo el tiempo que tardó en recoser los trozos del peluche.
Esa tarde, vació su estantería de peluches y los tiró todos en el suelo de la habitación de su hermana pequeña. Al perro lo metió en una caja de zapatos y lo llevó al convento que había en su calle, dónde recogían donaciones para el orfanato.
Si ya no iba a jugar con él, al menos no quería ver como una estúpida mocosa lo destrozaba.
Al destino que a veces existe y otras tantas no. Que a veces parece escrito y otras tantas nos da la pluma para que nosotros mismos lo escribamos.
A la pluma que no sabe a qué mano acudir. Que nos insta a dibujar nuestros pasos para luego verlos firmados por otras manos.
A todo aquello que se escapa sin remedio. Que sucede sin que podamos detenerlo y de pronto nos hace partícipes o causantes.
A los imprevistos, las previsiones, la fortuna, los planes, las metas, los caminos...
A la esperanza y el desespero. A la rabia y la impotencia. Al positivismo y la resolución.
A los malabares que somos capaces de hacer. A la desidia que nos deja paralizados. A la indecisión que nos atormenta.
A los santos de los que nos acordamos cuando todo se tuerce y a los que adoramos cuando se endereza.
A los sueños maravillosos y las dichosas pesadillas. A los pasos a ciegas y a los iluminados. A los saltos al vacío. A las riendas perdidas, las encontradas y las que asimos con fuerza.
¡Que todos se detengan!
Quiero congelar este instante, grabarlo en mi retina, que no vaya a cambiar nada, que no se me borre la sonrisa...
Al menos un ratito más siquiera quedarme aquí acurrucada en este preciso instante, así, sin que nada triste suceda...
—Ha llegado el momento ¿Qué deseas hacer? —¿Puedo probar? —Está bien. ¿Ves aquella mujer que se acerca? —Sí, como ella... Como ella sería perfecto.
Cuando volvía de hacer la compra aún quedaban nubes de la tormenta. Unos impetuosos rayos de sol comenzaban a abrirse paso hacia la tierra húmeda, una dorada calidez brotaba bajo sus pies y decidió sentarse un rato en el parque que había en su calle. Posó las bolsas sobre el banco, a su lado y se dejó caer en el respaldo acompañando su movimiento con un suspiro. Respiraba profunda y lentamente, con los ojos cerrados. Se olvidó de los suspensos de su hijo, de su hastío conyugal, de la enfermedad de su madre, de pedir vez en la peluquería, del viaje que todavía no había hecho, del ascenso que no acababan de darle… Sólo tenía capacidad para centrarse en el olor a tierra mojada, la brisa en su pelo, los rayos de sol calentándole los parpados… En esas estaba cuando le brotó una idea. Miró en derredor, no había nadie, entonces se descalzó, cruzó el parque corriendo hasta la zona de césped y se encaramó a una encina que crecía allí en medio.
Deseó que nadie la viese allí subida haciendo el idiota y justo entonces, cuando se iba llenando de nuevo de preocupaciones, tristezas y desidias, la ardilla decidió que la vida de esos seres que veía cada día no era para ella.
Mi aliento recalentado por el café chocaba contra el cristal dibujando una mancha de vaho, me acerqué mucho a ella, la miré de cerca, me parecía increíble ver en directo aquella imagen en movimiento, el vaho iba desapareciendo uniformemente hasta que casi sin darme cuenta se había esfumado por completo. Era como cuando se endurece un pezón por el frío, ese segundo en el que la piel se contrae y erecta, los poros se cierran, el vello se eriza...
Me parecen visiones maravillosas de cosas que suceden cada día y a las que pocas veces prestamos atención: Un abdomen palpitando con cada latido, la yugular brincando en el cuello, una pupila dilatándose, una gota de sudor resbalando por la sien, un chorro de saliva propulsado desde debajo de la lengua...
Nos conocemos tan poco que no sabemos ni cuantos lunares tenemos, ni cuando nos salió esa mancha blanca en la uña. Nos miramos al espejo y en realidad no vemos nada, ni lo de dentro ni lo de fuera. Es paradójico pero, ni siquiera podemos mirarnos a los ojos, sólo podemos mirar a uno de ellos y esa sensación de estar mirándose los dos ojos a la vez, simplemente es mirar al infinito, como mirar una partícula de polvo flotar en un rayo de luz, o una voluta de humo deslizándose serpenteante por la habitación.
Es como si me estuviera vaciando por dentro, que todo me da igual pero, como el vacío me supone un mal estar, me voy llenando de lo que sea, casi automáticamente. Buscando cosas que hacer, cualquier cosa, ya sea sangre hirviendo entre las manos o un puñado de tierra que me las cuartee, que el frío me corte los labios. Escapar del refugio escondiéndome entre las sábanas que sufrieron mis primeros mordiscos, dormir por no estar despierta, poner la mejor sonrisa con los extraños y enseñarle los dientes a quien más me quiere [...] Lo cierto es que cualquier tontería me alegra el día, incluso ir a trabajar.
Con las primeras horas de la mañana, abrigada hasta las cejas, sintiendo el frío hasta en los ojos, en silencio... comienzo a subir la ladera, los pies resbalan en la tierra rojiza, húmeda por la helada que lo cubría todo la noche anterior. Respiro hondo y comienzo la tarea. Es un trabajo mecánico, enredoso y no demasiado rápido, lo perfecto para dejar a la mente descansar de sus preocupaciones ordinarias y comenzar a pensar en esos misticismos que despierta el trabajo físico, sentir los músculos, los huesos, un hilo húmedo resbalando por la espalda, o bajando desde la nariz. Miras el horizonte y te planteas si acaso eso es mucho mejor que esto. Te dan ganas de sentarte y agarrar un puñado de tierra, sentirte parte de aquello, ser una Escarlata Ohara en Tara, pero si te planteas tener la obligación en vez de el disfrute ocasional...entonces la cosa cambia. De todas formas, ese momento es para disfrutarlo, aunque por la tarde te duela la espalda y las manos. Aunque sepas que quizá nunca más lo vuelvas a hacer.
... Quizá sólo buscaba los cimientos sobre los que se asentaban estas ruinas en las que ando perdida.