Casi siempre había un pequeño incendio. Muy pequeño. A veces solo se notaba un poco de humo en la distancia, un resplandor rojizo en el horizonte, un destello palpitante.
Esta vez fue distinto.
Empezó una noche extraña, de repente, no sé cómo. Todo estaba tan seco, hacía tanto bochorno, que bastó una chispa para que comenzara a arder. Olía a humo denso, de madera, de piedra hirviendo, ese olor que a veces me sobresalta en cualquier lugar y desaparece; ahora estaba por todas partes. Mirando las llamas hipnotizada, se me volvieron a meter en la cabeza y solo oía un eco extrañamente familiar, el murmullo de la gente como si lo escuchase desde dentro del agua. Me fui a dormir pensando que por la mañana todo se habría apagado, pero el incendio llamaban a mi puerta. Me alejé, subí al monte, pero desde allí, no dejaban de verse las lenguas de fuego, lejos pero inundando todo el valle de humo, el cielo naranja, el sol rabiando, el calor sofocante. Ese calor que se apoderó de todo.
Subí aún más arriba, donde los pradairos, con su sombra y el murmullo de sus hojas esperando que calmasen aquel ansia de quemarme; donde las fuentes heladas. Cansada del camino, segura de haber vencido ese infierno, vi sobrecogida subir el incendio por la ladera, galopando impasible, enorme, agitado por el viento, dibujado de surcos que yo no conocía. Me atrapó, me quemaba, y ya no sabía cómo salir.
Apretaba los puños y tragaba lágrimas de impotencia.
Yo, ya no era yo. Me encontraba dentro de mí, acurrucada en un ascua, abrasándome con mil imágenes que escupían lava. Cada fosfeno, un relámpago. El incendio seguía por todas partes.
Me fui a dormir y lo sentía rodeándome, estallando y, al despertar, una luz escarlata lo estaba envolviendo todo, el aire denso, el sol inflamado invitándome a ver cómo todo ardía, cómo la vida no era nada, cómo no importaba lo que hiciéramos. Simplemente ver el mundo arder. Y subí aquella cuesta en silencio, imaginando las llamas correr tras mis pasos. Miré desde lo alto: el valle ahogado de humo, abrasándose en un sordo y oscuro murmullo; y un estruendo silencioso lo llenó todo: me explotó el corazón.
Puños apretados, lágrimas rodando ladera abajo.
Me quemaba tanto que era insoportable. Entonces recordé cómo lo hacía antes: simplemente caminar, seguir el camino como si no estuviera lleno de brasas, como si no tuviera lenguas de fuego en la cabeza. Ni ríos, ni calles vacías lo apagarían, pues nada tenía sentido, salvo el calor que sentía. Solo esperar porque, tarde o temprano, me iría de allí.
Y antes de irme, al volverme hacia el incendio, le diría hasta la próxima.
Y allí dejé mis entrañas quemándose.
Sé que cada día se apagarán un poco.
Sé que nunca dejarán de arder.
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