jueves, 16 de diciembre de 2010

El nudo de tecedora


Cuando subes, se te mezcla en la garganta la confianza en la experiencia de quién te lleva y el temor por la tierra que vas pisando, cubierta de nieve. Ilusión blanca moteada de hojas recién arrojadas por el gélido viento… Una curva y el valle se aleja, otra curva, otra más… y, tras la última un suspiro y un escalofrío que te recorre de arriba abajo. Ahora la casa está vacía. No hay mondas de patata en la mega de la entrada, no huele a humo, nadie se adelanta a abrir la cancilla y te advierte que “non molles os pes”.

Abandonados todos los criterios en cuanto a moda se refiere hay que prepararse para lo que viene: Leotardos, pantalón viejo, camiseta, jersey, chaqueta, todo bien grueso; calcetín de lana, botas de agua y el mandilón estampado de cuadros; bufanda bien “enrodelada” y ese abrigo de hace ya ni se sabe.

Ese sábado se mataba en Casa da Irexa.


La lumbre de la casa vieja encendida y los anfitriones ultimando detalles. Van goteando los vecinos. Primero los hombres, ataviados sin excepción con funda azul, golpeando las manos y frotándolas se ponen al día con escuetas frases, golpes en el hombro y alguna risa. Afilan los cuchillos. Luego llegan las mujeres, se acercan al hogar y mientras se quejan del frío comienzan un diálogo más fluido acerca de las hijas y los nietos.

Casi sin darnos cuenta comienza todo. Se tensan los músculos, gimen los cuerpos, salpica la vida humeante ante el frío de la mañana y se suceden a penas sin pensar cada paso y cada rito. El agua hierve, las manos se engrasan y al final, un vaso de vino. Y llega la hora de la comida.

Cada uno se va a su casa a asearse y vuelve a mesa puesta. Un festín típico, fuerte y caliente que reconforta por dentro y devuelve la energía gastada. Y entonces podría ser 1900 o 2010 que sientes que estás viviendo algo que han vivido exactamente igual tus antepasados. Y te fijas en las manos de Tía Victorina do Torno, torcidas de los años, morenas del viento, sabias del trabajo y agradeces que te haya enseñado a hacer el nudo indesanudable de “tecedora” que tantas veces empleó cuando trabajaba la lana en los telares y te llena de orgullo que diga que “vaya bien que entreparto con lo nueviña que soy, que ya no hay juventud que faga esas cousas”.

Hoy pienso que, tal como va el mundo, quizá me toque vivir el momento en el que haya que volver a sembrar el Rebordelo, llevar a pastar a Pallarellos, apañar castañas en Fatois o muxir en el ástrago de la casa vieja, incluso puede que me llamen Tía y tenga los dedos torcidos y tenga que enseñar a hacer el nudo de tecedora.